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El Problema de la Democracia (Primera Parte)

  • Ronald Goncalves.
  • 26 ene 2019
  • 5 Min. de lectura


Luego del culmen de la Segunda Guerra Mundial en 1945, y tras el final de la Guerra Fría en 1991, una cuestión era clara: la democracia se había impuesto. Finalmente, después de décadas y décadas de férreo antagonismo entre los dos sistemas políticos preponderantes del siglo XX, sólo uno permaneció como la estructura que, eventualmente, la mayoría de las naciones adoptaría a posteriori. Sin embargo, pese a que el consenso es, en gran medida y obviando los específicos socialismos, monarquías y autoritarismos restantes a nivel global, unánime, también se erige como realidad que los tiempos han evolucionado y, por lo tanto, las sociedades también deberían, mas esto último, a diferencia de lo primero, no es una realidad. Y quizá allí yace la principal problemática de nuestros tiempos.

Así, pues, las falencias fundamentales de los sistemas políticos, independientemente de la índole a la que nos refiramos, parten de dos grandes escisiones: quienes lo efectúan y quienes lo adolecen. Por un lado, tenemos a los políticos, quienes, sin ánimos de generalizar, hacen uso del populismo y excesivo énfasis en las campañas electorales para adjudicarse adeptos sin tener en consideración la imposibilidad que representa cumplir las heroicas hazañas que prometen; y, por otra parte, tenemos a los ciudadanos, quienes, con ánimos de generalizar y gracias al común uso de la democracia como sistema, son los que permiten el desenvolvimiento de la realidad explayada con anterioridad, gozando así de una ingente falta de cultura política que da pie a la ascensión al gobierno de aquéllos que anhelan detentar el poder a como dé lugar.



En otras palabras, decir que la democracia degenera en oclocracia es erróneo pues, directamente, la democracia, con muy contadas excepciones a la regla, no es más que una ilusión. Y es que, posterior a los dos magnos sucesos históricos resaltados al inicio de este escrito, las civilizaciones comenzaron a decantarse por dicho sistema, pero lo hacían ignorando que, en su lugar, se apegaban a repúblicas de gobierno representativo, cuyos lineamientos teóricos no son opuestos a los democráticos pero sí diferentes. Sin embargo, ambos son dos caras de una misma moneda ante una sociedad que no sabe darles uso pues, ya sea de forma directa o a través de la delegación del poder a individuos “preparados”, la ignorancia que los imbuye les hace desconocer el impacto de sus decisiones, deformando entonces desde la raíz la intención básica de la democracia; en pocas palabras, es más nocivo tener el poder y no saber utilizarlo. Partiendo de lo previamente expuesto, es axiomático recordar que las democracias son, hoy en día, el sistema de uso más recurrente. Su deposición puede cambiar y está sujeta a las coyunturas socioeconómicas de cada nación, a sus necesidades y posibilidades de responder a los menesteres que le competen, pero siguen una composición básica: libertad de expresión, derecho al sufragio, división de poderes, entre otros detalles que caracterizan a tales regímenes, y la percepción que le supone a la gran mayoría de la población mundial es sumamente positivo. Por lo tanto, encontramos la génesis de los inconvenientes primogénitos de los sistemas políticos actuales: la gente no sabe votar y los candidatos electos por tales no pretenden gobernar para las personas y no a costas de ellas. Al ser el sistema por excelencia en la actualidad, es ineludible enfatizarlo cuando se discute cuáles son las fallas del sistema político porque, pese a que no es su único traspié, sí simboliza un gran problema, el cual nos convida a plantearnos la preparación de la población antes de otorgarles una responsabilidad tan ingente.

A pesar de lo estipulado, los problemas de los sistemas políticos trascienden de las doctrinas. Sí, la democracia es el modelo de organización por antonomasia y, gracias a ello, amerita su respectivo hincapié, pero no deja de ser un ejemplar más dentro de muchos que, sui generis, gozan de sus propias preocupaciones: el socialismo corrige la problemática de los gobernantes, pero supedita las libertades individuales a un conjunto de forma artificial y no sufraga adecuadamente la producción de bienes y servicios; el neoliberalismo corrige la problemática económica y de libertades, pero soslaya paulatinamente el medio ambiente y amplía en colosal medida las diferencias sociales; el autoritarismo da pie a la disciplina y al correcto actuar, aunque lo logra a expensas de todos los derechos que los humanos han de gozar por su pertenencia a la especie; el totalitarismo es un directo insulto a la evolución de la raza; y más patrones podrían definirse, pero lo plasmado es suficiente para, primero, afianzar que todos los sistemas tienen sus pros y sus contras y, segundo, estipular que su mala praxis radica en quiénes, no en qué.

O sea, recaemos en un aforisma: los individuos son el problema, de un plano y del otro. Retomando el tema de la democracia y las repúblicas de gobierno representativo, es en estos confines en donde más se nota el mencionado alegato porque en ellos las personas tienen participación, total o parcial, en el devenir que se aproxima para la nación en cuestión, sin embargo, en donde está el humano, está el problema, porque nuestras necesidades se han modificado y nuestras potestades para sufragarlas también, mas tal hecho ha sido inversamente proporcional a nuestra involución trascendental, ergo, nuestra estática variación en valores, personales y colectivos, que impide el correcto proceder del contrato social que nos ata a la vida en comunidades. En términos diferentes, por supuesto, el sistema tiene sus fallas, conceptuales y prácticas, que pueden mejorarse a través de la experiencia y el aprendizaje de lo personal y lo ajeno, pero el sistema no es independiente; es lo que es por quienes se mueven en él. Sí, el sistema permite que se creen las hegemonías de partido único o los bipartidismos; sí, el sistema concede que se realicen injusticias en pos de su propio beneficio; sí, el sistema acoge el prevalecimiento de quien tiene poderío económico ante el que no; sí, el sistema se corrompe hasta dejar de ser sistema; sí, el sistema prioriza y divide para romper la fuerza del pueblo; pero no, el sistema no es un ente con conciencia, es un conjunto de interacciones ejercidas por quien manda y es mandado, según sea el caso, así que atribuirle una falla al sistema es atribuirle una falla a quien ha permitido que ocurra o, en su defecto, a quien no ha hecho ni hace nada para erradicarla.



A modo de conclusión, la responsabilidad de lo señalado recae en quien ostenta el poder. ¿En las democracias, directas o representativas? La ciudadanía, en mayor y menor medida. ¿En autoritarismos o socialismos? El Estado, en mayor y menor medida. ¿En general? Todos, en igual medida. Porque, aunque podemos cambiar las leyes, legislar nuevas normas, reformar las Constituciones, revisar las doctrinas, adoptar diferentes sistemas y demás, y ello seguramente transformará, para bien o para mal, el futuro de las sociedades, no se deslindará del hecho de que, nuevamente, en donde está el humano, está el problema. Debemos dejar de ser el problema. Y es que, rememorando las palabras del actual usurpador del poder en Venezuela al citar la vigente carta magna para un fin completamente opuesto al que pregona, el pueblo es el depositario del poder originario y, si extrapolamos dicha afirmación a un contexto mayor, encontramos que el mundo es, en todas sus variantes, quien alberga la disposición para cambiar el sistema, más allá de cuán arraigado esté en las culturas. Cambiar el sistema de corrupción, el sistema de monopolios, el sistema de brechas, el sistema de antagonismos, el sistema de tiranías, el sistema de ignorancias… En síntesis, el sistema que hoy se cierne sobre nosotros.

 
 
 

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