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Una Democracia Indirectamente Participativa.

  • Ronald Goncalves.
  • 16 feb 2019
  • 4 Min. de lectura


Cuando Hugo Chávez ejercía su mandato, se alzó como un amplio defensor de la democracia participativa y, a su vez, un detractor de la democracia representativa. Mientras los demás países de América Latina se decantaban por este último enfoque, el oriundo de Sabaneta decidió apostar por su forma pura y directa. Así, en lugar de infundir en la población la noción de que la participación ciudadana únicamente resultaba aplicable en las elecciones, el expresidente abogó por impregnar un aura de protagonismo público en el individuo promedio. De esta manera, con el paso de los años y la notable polarización de la nación, la participación ciudadana se volcó con más énfasis en los elementos que trascendían de las propias elecciones, causando que los índices de abstención, en líneas generales, salvo las presidenciales, contasen con altas cifras. Sin embargo, en las más recientes elecciones del Ejecutivo, se produjo una paradoja: la participación más directa dentro de la política a través del no votar.

Para ello, un poco de contexto: el 1 de mayo de 2017, bajo unos preceptos constitucionalmente debatibles, Nicolás Maduro promovió la Asamblea Nacional Constituyente para, según sus supuestos, atacar la coyuntura del país y remitirse al pueblo como el depositante originario del poder. Pese a ello, con el paso de los meses, el talante de tal entidad quedó claramente evidenciado a través de la toma de decisiones que no resultaban acordes al motivo de su polémica invocación. Entre muchas otras, la más controversial surgió cuando el suprapoder llamó a elecciones en una fecha no enmarcada dentro de los períodos correspondientes; es decir, un poder de dudosa procedencia tomó una decisión que no le correspondía y que, además, iba en contra de la normativa. Ergo, los ingredientes estaban en la mesa para una receta clara: elecciones ilegítimas y no vinculantes para la población.

Tomando esto en consideración, desde el bando opositor, aunque no de manera unánime, se optó por no participar en ellas. Pero, imperativamente, es necesario destacar el “no de manera unánime” pues diversos partidos formaron parte de las elecciones incluso a pesar de su carácter legalmente inverosímil, hecho que se había visto replicado en las elecciones regionales de 2017 y que, de la misma manera, había contado con una baja presencia de votantes opositores. En consecuencia, un año antes de las discutibles presidenciales de 2018, ya se había visto el fenómeno abstencionista que veríamos a posteriori, un tácito llamado al no votar que, unilateralmente, la población desencadenó la abstención más grande en la historia del país tras el regreso de la democracia en 1958.



Precisamente, acorde a las cifras proporcionadas por el Consejo Nacional Electoral, el índice de abstención de las presidenciales del año pasado fue de 53.98% pero, si vamos más allá, partiendo de la vaga credibilidad que posee el máximo organismo del Poder Electoral, la consultora electoral Meganálisis postuló una abstención del 82.68%, es decir, aproximadamente 17 millones de personas que, de las 20 millones habilitadas para el sufragio, decidieron permanecer en sus hogares. Pese a que no resulta posible confirmar la veracidad de cualquiera de las dos cifras, el veredicto prosigue siendo el mismo: la abstención fue la verdadera ganadora de las elecciones. Y, a su vez, quienes lograron una victoria fueron los propios ciudadanos pues, a través de su silencio, dieron el primer y más fuerte golpe del año a la legitimidad de Nicolás Maduro como regente del actual período en Miraflores; una figura que, está de más decir, cuenta con muy poca aceptación a nivel nacional y mundial.

A dicho respecto, resulta entonces que, efectivamente, la ciudadanía ejerció una particular versión de protesta ante los irregulares procedimientos llevados a cabo para las elecciones al no participar en ellas. En términos simples, un proceso electoral es lo que es por la participación de votantes y votados que validan la vinculación de las elecciones con los fines para las que se convocan, o sea, son los electores quienes otorgan un carácter legítimo a quienes optan por los cargos públicos. Si la ciudadanía no muestra su aceptación del proceso y de quienes participan en él, el mismo se rompe y queda completamente nulificado, realidad que se desenvolvió durante el 20 de mayo de 2018 y que, aunque no lo pareciera, representa el primer desencadenante de la contingencia que hoy afronta Venezuela.

Porque, de no ser por esa abstención, hoy la presidencia de Maduro sería legítima y no una usurpación. Porque, de no ser por esa abstención, las probabilidades de Juan Guaidó de asumir como presidente encargado se hubiesen visto mermadas. Porque, de no ser por esa abstención, hoy el mundo no reconocería al sucesor de Chávez como el detentor del poder. Porque, básicamente, si la ciudadanía no hubiese decidido renegar de su derecho al voto, si la población no se hubiese decantado por desconocer las elecciones con su ausencia participativa, y si el individuo promedio no hubiese abogado por luchar por mejores condiciones para los comicios, hoy no estaríamos a las puertas de superar el umbral de dos décadas de decadencia. Y eso, en realidad, es la forma de participación sin participación más efectiva que habría podido producirse.

 
 
 

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